sábado, 4 de agosto de 2018

Leer para vivir

EL CANON HAROLD BLOOM

Agustin Courtoisie




Se lo ha tratado con mucha displicencia y hasta desprecio. Es cierto que va a contrapelo de las modas académicas  y a veces es muy categórico. Y tampoco le importa mucho la bibliografía del último cuarto de hora de las revistas arbitradas. Pero no se merece tantas críticas y mucho menos el torpe mote de “conservador” o el reproche de estar fuera de lo que hoy merecería ser leído: uno puede emerger transformado después de cierto tiempo de leer a Harold Bloom (New York, 1930). 

Estamos ante un autor que enseña a leer con fervor, acaso siguiendo la observación de Jorge Luis Borges que cito de memoria: “clásico” es aquel autor que las generaciones han decidido leer como si todo en él fuese premeditado o profundo. Esa actitud cercana a la devoción es esencial  en el arte: las obras de los grandes autores son las que lo leen a uno y no al revés. Es así que se detonan la conciencia y la sensibilidad.  
 
Bloom es el autor de numerosas obras, que lo hicieron famoso incluso fuera del ámbito universitario y la crítica especializada. Entre algunas de las más conocidas, indicando el título en español pero con la fecha de la publicación original: El canon occidental (1994); Cómo leer y por qué (2000); Cuentos y cuentistas. El canon del cuento (2001); El futuro de la imaginación (2002); y Ensayistas y profetas. El canon del ensayo (2003).

Hablemos de nuevo del desprecio: en una reseña demoledora sobre uno de esos libros se han denunciado “
hipérboles suyas tan aventuradas como la de que Shakespeare inventó la condición humana”; “Harold Bloom es un judío norteamericano, que se reclama fruto genuino de la cultura yiddish neoyorquina; se le reconoce con justicia la defensa de una herencia literaria canónica frente a la nebulosa del multiculturalismo, pero su formación intelectual está muy lejos de las matrices europeas de los estudios literarios”; su “canon” en realidad surgiría no tanto de sus preferencias como de “sus lagunas, que son enciclopédicas” (Villanueva, 2010).

Mucho más afín con Bloom, Carlos Lago, escritor y profesor de literatura del Sarah Lawrence College de Nueva York, lo juzga de modo entusiasta: “Es el crítico literario más importante de nuestro tiempo, por ser el único que ha sabido hacer llegar su portentosa sabiduría al lector normal, sin renunciar un ápice a la exigencia de calidad que es el distintivo de la gran literatura” (Lago, 2011).
 
En una entrevista con el crítico neoyorkino, Lago recoge detalles muy significativos. Por ejemplo, cuando Bloom evoca como obra maestra el sexto volumen de la Historia del declive y la caída del Imperio Romano de Gibbon y declara: "Lo lamento, pero no me queda más remedio que denunciar a los Estados Unidos. El libro de Gibbon es un texto profético, que encierra un diagnóstico perfectamente aplicable a lo está ocurriendo hoy en mi país. Se podría titular Declive y caída del Imperio Americano” (ibídem).

Bloom luego explica: “Bastaría con cambiar unos cuantos nombres. Nuestros emperadores más recientes, salvo Obama, que es una víctima impotente de las circunstancias, como el resto de los ciudadanos, están cometiendo los mismos errores que cometieron los últimos emperadores romanos. Bush padre e hijo actuaron haciendo gala de un estilo que parece calcado del de los últimos emperadores romanos, emprendiendo guerras irresponsables abocadas a la derrota y la catástrofe incluso en la misma zona geográfica, en áreas que en parte corresponden a lo que es hoy Irak. Y lo mismo vale para Afganistán y Somalia" (ibídem).

Por eso no extraña que el año pasado, en una videoconferencia del CCK de Buenos Aires transmitida desde New Haven, Bloom haya arremetido muy naturalmente contra Donald Trump: "Es una pesadilla apocalíptica" (Blanc, 2017). El paralelo establecido por Bloom entre la decadencia del Imperio Romano y los EE.UU refiere entre otros a un peculiar factor en común: el auge del cristianismo adoptado como credo oficial (Lago, 2011).

Regresando a la entrevista de Lago de unos años atrás (2011), sorprende gratamente que Bloom haya denunciado con tanta lucidez los prolegómenos de lo que hoy (2018) es un suerte de fiesta  supremacista, reaccionaria y xenófoba: “La única nación del hemisferio occidental que no se ha emancipado de la fe cristiana son los Estados Unidos, lo cual nos lleva directamente al argumento de Gibbon. Estados Unidos está viviendo un momento histórico terrible, con fenómenos como el llamado Tea Party, que no es ni más ni menos que un partido fascista. Resulta inconcebible que en 2011 un oligarca como Rick Perry, que niega la evolución y el cambio climático, pueda ser nominado por el Partido Republicano como candidato presidencial, pero hay muchas posibilidades de que sea así. El momento actual guarda un parecido alarmante con el que vivió Alemania cuando los nazis accedieron al poder en los años treinta" (ibídem).

La entrevista de Carlos Lago es reveladora también por otros motivos. El autor de Shakespeare: la invención de lo humano (1998) elige una de sus peculiares obras como puerto de arribo de un largo viaje: “La anatomía de la influencia es mi summa literaria, mi legado como crítico. El testimonio final de una vida dedicada a los libros. El verdadero asunto es la pasión por la literatura. Para mí, leer es la única manera de dar sentido a la vida” (Lago, 2011).

Descarta casi iracundo a J.K. Rowling y a Stephen King pero defiende a Philip Roth, Don DeLillo, Cormac McCarthy y al “misterioso” Thomas Pynchon. El entrevistador se permite entretanto algunas miradas iluminadoras: “Luz de agosto, la misma que hace 11 años, cuando lo entrevisté por primera vez, en verano de 2000. La casa, el jardín, las ventanas selladas, todo tiene el mismo aspecto. Entonces Harold Bloom era un hombre de 70 años, pletórico de energía, con bastantes kilos de más. Hoy (2011) me recibe un anciano enflaquecido que se apoya fatigosamente en un grueso bastón negro”. 

El ambiente no escapa a su esmerada crónica: “Todo en la casa sirve de soporte a torres de libros, que se amontonan en los sofás, las sillas, los alféizares de las ventanas, en el suelo. Bloom dice haber superado ciertos problemas de salud, que califica de catástrofes. Constantemente bebe agua de una especie de biberón de plástico que recuerda la retorta de un alquimista” (ibídem).
 
Después de leerle algunas citas para escuchar sus comentarios y pedirle que recuerde las poesías de sus autores favoritos, Lago toma nota de algo que describe con fidelidad a ese anciano apasionado por la literatura: “Bloom acerca a la boca el biberón de agua. El gesto trasluce la extraña cercanía entre la ancianidad y la infancia” (ibídem).

PIMIENTA DE FOUCAULT

Harold Bloom reitera lo dicho en sus libros en muchas conferencias y entrevistas: se  queja  por el abandono de la “exigencia estética y cognitiva” que sería  la seña de identidad de la gran literatura. Agrega: “La literatura imaginativa, tal y como la cultivaban Shakespeare, Cervantes, Dante y Montaigne, ha cedido ante la basura abominable de (los) best sellers” (ibídem).

En contacto con Anna Grau, Bloom se interna en ciertos matices que son imprescindibles para valorar su papel como lector entusiasta (y contagioso). Por ejemplo, entendiendo por “grandes” a autores como Shakespeare y Cervantes, apunta algo exquisitamente ambiguo: “Yo creo que a los verdaderamente grandes solo se les puede leer así, de un modo muy apasionado y muy personal. Hay lecturas erróneas poderosas y hay lecturas erróneas débiles, pero las lecturas correctas son imposibles si una obra literaria es lo bastante sublime. Es decir, pluridimensional” (Grau, 2011).

La entrevistadora señala con tino que “este crítico por momentos parece más un psicoanalista” y recuerda las dos puntas del arco de la producción de Harold Bloom: desde La ansiedad de la influencia (1973) hasta La anatomía de la influencia (2011).  En realidad, parecería en exceso ambicioso  “determinar cómo ha influido exactamente cada autor en otro a lo largo de la historia”. Pregunta Grau: “¿En realidad no debería haber tantas «Anatomías de la influencia» como lectores, de acuerdo con sus propias teorías?”. A lo cual responde Bloom: “Por supuesto. Pero insisto en que la crítica literaria, tal y como yo pretendo practicarla, no es filosofía, ni política ni religión institucionalizada. Es una meditación sobre la vida, es una forma de vida en sí misma. La mejor forma de vida que yo conozco” (ibídem).

En ocasión de que Bloom fuera galardonado con el Premio Catalunya el 22 de mayo de 2002, Fernando Castanedo se acercó al autor con algunas interrogantes que vale la pena compartir. Según Castanedo, Bloom “critica el multiculturalismo y los estudios de género, y defiende la eminencia estética y la utilidad de la literatura para la vida” (Castanedo, 2002).

Por su parte, el responsable de El canon occidental explica que no solamente en EE.UU va a contracorriente de toda la academia: “En el Reino Unido, por ejemplo, soy anatema, no se puede ni mencionar mi nombre. En general, en estos lugares soy un paria, un profeta sin honor, lo que quizá se deba a mis denuncias del proceso de autodestrucción en el que se ha empeñado el mundo académico anglosajón. Este proceso de destrucción, que comenzó con la contracultura de los sesenta, tuvo mucho que ver con la guerra del Vietnam. Entonces nació un rencor que a su vez dio lugar a esa tendencia que yo he llamado la escuela del resentimiento” (ibídem).        

Continúa Bloom: “Lo que intento hacer es defender el canon tradicional de la literatura occidental. Me interesa seguir demostrando por qué Shakespeare, Cervantes, Dante, Milton, Dickens y otros muchos son los autores que la gente debe leer, pero en las universidades del mundo anglosajón la batalla está perdida, así que en mis libros y en mis clases lo que dirijo es una especie de guerra de guerrillas, como los talibanes, pero con la certeza de que la campaña aquí ya terminó” (ibídem).

Un pasaje de esta entrevista también merece ser citado in extenso, por las definiciones filosóficas y hasta políticas que contiene. Cuando Fernando Castanedo le pregunta cómo distingue la escala y la profundidad de los escritores Bloom responde:

“Sobre todo hay una diferencia en cuanto a la eminencia estética, al poder, a la energía humana que poseen y a su capacidad de influir. Así es como las diferencias graduales los convierten en tipos, en especies distintas. ¿De qué sirve un método de análisis y descripción que funciona igual para Cervantes que para cualquier otro? Cervantes fue un dramaturgo pésimo, pero ahí está el Quijote, que marca la diferencia del genio”.

Y confiesa de pronto: “Todo lo demás, los estudios multiculturales, enseñan a Jamaica Kincaid y Toni Morrison. Tienen la pretensión de ser de izquierdas y acusan a cualquiera que crea en el canon de la tradición, como yo, de ser de derechas, cuando he sido socialista toda mi vida. Socialista como se puede ser socialista en Estados Unidos, en donde la única ideología posible es la del capitalismo. La broma malhumorada y rancia que hago para describirlos es decir que lo que hacen son estudios lésbico-esquimales. Cuando enseñan a Shakespeare lo hacen siguiendo los cánones de la crítica feminista, de la crítica marxista, lacaniana, todo mezclado en un cóctel con jugo de zarzaparrilla californiana años setenta. Sería algo así como agua de Seltz de California y crítica marxista con una pizca de pimienta foucaultiana. Un cóctel Foucault a la americana. A mí no me interesa Foucault. Encuentro que es un ideólogo, y a mí no me gustan los ideólogos. Yo no tengo ideología. Prefiero a Oscar Wilde que a Lévi-Strauss o Foucault. Recuerdo el ensayo del divino Wilde sobre el socialismo y estoy de acuerdo con él en cuanto a la existencia de un alma humana, de una esencia” (Ibídem).

Ante la pregunta acerca de cómo se desmarca Bloom de los “estudios culturales”  vuelve a confrontar enfatizando el no compartir el empeño de esa corriente “en que las obras son el resultado de autores colectivos y energías sociales”. Según sus palabras: “Todavía nadie me ha respondido satisfactoriamente a la pregunta sobre las supuestas energías sociales que produjeron a Shakespeare y sus obras. ¿Por qué entonces Ben Jonson o Christopher Marlowe o, en un plano distinto, Thomas Middleton, en quienes operaron simultáneamente las mismas energías sociales que en Shakespeare, no alcanzaron sus logros? Yo busco una razón que dé cuenta de ello, porque lo que separa a Shakespeare de los otros autores es tan grande que no se trata ya de una diferencia cuantitativa. Son especies diferentes” (ibídem).

Bloom está convencido de que la literatura tiene su utilidad para la vida: “En este sentido soy pragmático. Seguiré hablando de algo que creo que siempre hago: hablar de los usos de la literatura para la vida, de la utilidad de Shakespeare, de la utilidad de Dante. Obviamente la literatura sirve para la vida, y al afirmar que la función principal de los estudios literarios es enseñar a conocerse a uno mismo y a conocer a los demás, eso significa que todavía no me he jubilado. Hacerlo, como otros lo hacen, siguiendo el patrón ideológico de Foucault, de Marx o de cualquier otro teórico francés me parece un sinsentido absoluto” (ibídem).

CONTRADECIRSE ES VIVIR


Al igual que William Shakespeare, que se expresa mediante paradojas tal como en algún lugar lo ha señalado el propio Bloom, repasemos algunos puntos contradictorios (en apariencia) del autor. Critica por un lado a los EE.UU como imperio y a los Bush, Obama y Trump. Y se declara socialista hasta donde lo ha podido ser en su país. Pero por otro lado no se afilia a los estudios culturales, ni a las corrientes de género, ni a Marx ni a Foucault. Además, la individualidad importa, pero eso no le lleva a negar que la influencia sea decisiva en la literatura y la vida. Casi siempre Bloom rehúye fijarse en una etapa, endurecerse en una postura. Todo fluye.

Un claro ejemplo es su rechazo de las interpretaciones literarias nutridas de las perspectivas de género y aquellas de diferentes modos basadas en la sexualidad. Pero en la práctica nada de eso le inhibe  interpretar con todo desparpajo los textos de Shakespeare, su gran pasión, vinculados con esas temáticas. Por ejemplo, al abordar El mercader de Venecia, Bloom analiza así  algunos de sus personajes: “Antonio vive para Basanio y de hecho está dispuesto a morir por él, e hipoteca su libra de carne a Shylock únicamente para que Basanio pueda acicalar su galanura a fin de casarse ricamente en Belmont [con la bella e inteligente Porcia]. Basanio no es un mal sujeto, pero nadie querría intentar distinguir entre Basanio y Lorenzo, dos playboys venecianos en busca de herederas” (Bloom, 2016: 223).

Pero su desinhibición va mucho más allá: “Basanio, debemos suponer, es bisexual, pero Antonio claramente no lo es, y su homoerotismo es tal vez menos pertinente que su sadomasoquismo, el ansia de destino amenazante que pudo permitirle concluir un contrato tan demente con Shylock” (opus cit.: 224).      

En este punto debe señalarse que resulta pobre la interpretación que hace Harold Bloom de El mercader de Venecia. En un plano general, si bien esa obra se ha representado y se ha utilizado con obvios ánimos antisemitas, no se justifica esta gruesa afirmación: “Tendría uno que ser ciego, sordo y tonto para no reconocer que la grandiosa y equívoca comedia de Shakespeare El mercader de Venecia es sin embargo una obra profundamente antisemita” (opus cit.: 215). “Termino repitiendo que hubiera sido mejor para los últimos cuatro siglos del pueblo judío si Shakespeare no hubiera escrito nunca esta obra” (opus cit.: 236). Sin embargo, cualquiera que haya visto la extraordinaria versión para el cine, fiel al texto original, de Michael Radford (2004) con Al Pacino (Shylock), Jeremy Irons (Antonio), Joseph Fiennes (Basanio), Lynn Collins (Porcia) y un elenco a la altura de las exigencias de Shakespeare, entenderá que por el contrario, lo que Bloom clasifica como “alta comedia” es una propuesta de sabias mixturas, que sin rehuir los enredos amorosos pisa en sus grandes líneas los pasos de una gran tragedia.

Obra transida por reflexiones filosóficas tales como  las diferencias entre la ética y el derecho en la escena del juicio (monólogo de Porcia), o la identificación inevitable para el espectador con el personaje de Shylock: la lucha por reivindicar su honor está muy por encima de recibir los cofres rebosantes de monedas que ante el tribunal ofrecen los amigos de Antonio. Son las luchas del reconocimiento de las que habla hoy Axel Honneth, o incluso Francis Fukuyama con apoyo en La fenomenología del espíritu de Hegel.

Se equivoca por completo Bloom al calificar de villano cómico a Shylock.  Y se le escapan las entrelíneas del carácter de verdadero torturado de Shylock que declara lo que sus opresores esperan escuchar, y así poder preservar lo que queda de su vida. Bloom  reprocha esa expresión de conformidad, Shylock no puede estar contento con el final del juicio. Por supuesto que no lo está. Pero en realidad, cuando Shylock acepta la horrorosa oferta del tribunal y de Antonio, no lo hace con autenticidad sino por haber sido derrotado y humillado de nuevo de la manera más vil: se le pide un acto imposible para una voluntad humana, como es convertirse al cristianismo, pedido tan imposible de cumplir como el obligar a amar a quien no se ama. El poder que lo discrimina y lo ofende pide algo que nadie es capaz de cumplir. Y tanto da simular que se accede o no a esa pretensión.

En el Making off del film, Al Pacino acierta al ubicar el célebre discurso de Shylock sobre la igualdad de los judíos con el resto de los hombres como “allá arriba, junto a Martin Luther King”. El espectador actual, no contaminado por los fundamentalismos de distinto signo, no puede menos que empatizar con Shylock y deplorar la estrategia “piedeletrista” de Porcia, disfrazada de jurista para favorecer a sus amigos.

Incluso Bloom algo de todo esto lo percibe cuando confiesa inmediatamente después de sentenciar el carácter antisemita de la obra: “El mercader de Venecia es tan matizado y equívoco, sin embargo, que no puedo estar seguro de que haya alguna manera de montarla ahora y recuperar el arte de representar a Shylock del propio Shakespeare” (Bloom, 2016: 236).      

UN CANON MUNDIAL

De nuevo puede discreparse con Bloom cuando coincide con Charles Lamb en el consejo de que es “mejor leer a Shakespeare que verlo representado” (opus cit.: 832).  En lo personal, he comprendido mucho mejor las agudas interpretaciones de Bloom acerca de Hamlet, sus personajes y los pliegues de su trama, después de haber visto la película homónima de Kenneth Branagh (1996). A otros los ha ayudado más el Hamlet  de Laurence Olivier (1948) que puede encontrarse completa en YouTube (dura 2 horas y 7 minutos). Recordemos qué ha dicho Bloom de la obra y del personaje Hamlet, con su habitual entusiasmo: “Este personaje, el más extraordinario de todos los de Shakespeare (incluyendo a Falstaff, Yago, Lear, Cleopatra) es, entre muchas otras cosas, un filósofo desesperado cuyo tema particular es la relación contrariada entre propósito y memoria (…) Se nos permite ver su arte en acción, y al servicio de su filosofía, que trasciende el escepticismo de Montaigne y, al hacerlo, inventa el nihilismo occidental”.

Harold Bloom asume que “presumiblemente, Shakespeare leyó a Montaigne en la versión manuscrita de Florio” (Bloom, 2016: 855). “Montaigne dice que somos puro viento, pero el viento  es más sabio que nosotros, puesto que le gusta hacer ruido y moverse, y no añora la solidez y la estabilidad, cualidades que le son ajenas. Tan sabio como el viento, Montaigne adopta un punto de vista positivo de nuestras móviles personas, metamórficas pero sorprendentemente libres” (opus cit.: 856).

Eso pinta a Shakespeare, a Bloom, a quien esto escribe y a quien ha llegado por azar o paciencia hasta estas líneas. Tampoco puedo evitar que acuda aquí, también, el José Enrique Rodó de Motivos de Proteo. El propio Shakespeare podría irrumpir como un espectro en este instante y advertir desde sus “Sonetos de amor”: “No, yo soy aquello que soy, y quienes miden/ mis excesos, hacen la cuenta de los suyos propios” (“No, I am that I am, and they that level/ At my abuses reckon up their own”)  (Shakespeare, 1979: 353).

Pero estas líneas, en realidad, no pretenden ocuparse tanto de Shakespeare u otras glorias de la literatura universal como de Harold Bloom que empuja a conocerlas y a apropiárselas. No en vano hace suyas las afirmaciones de otro perspicaz autor para explicar que al conocer cómo son las cosas “la náusea inhibe la acción”. Alguien como Hamlet “no podría cambiar nada en la naturaleza eterna de las cosas”. Es “ridículo o humillante” que se pida que enderece “un mundo que está desquiciado”. “El conocimiento mata la acción; la acción requiere los velos de la ilusión” (Bloom, 2016: 856). Pero con todas las metamorfosis, los equívocos, la generosidad y hasta la exuberancia paradójica de significados de la obra de Shakespeare (y la de Bloom), la ilusión para el lector al menos parece posible y eso también es un proceso de recuperación del sentido.

Por cierto, es comprensible que se desplieguen las defensas racionalistas de cada uno ante todo este chisporroteo poético.  Pero otro crítico iconoclasta y tan a contracorriente como Bloom, me refiero a Josep Pla, lo ha dicho de un modo luminoso que a la vez permite entender a William Shakespeare y su mentor  Harold   Bloom: “Se ha dicho de la obra de Voltaire que es un caos de ideas claras. De Shakespeare se podría decir, con mayor razón, que es una claridad de un caos oscuro” (Pla, 2001: 604).

¿Por qué Harold Bloom? ¿Por qué agitarse con este erudito ajeno a la moda?  Es que quizá valga la pena su ambición desmesurada y encomiable, su búsqueda apasionada de establecer  el canon literario como quien identifica en un sótano oscuro una pequeña esfera desde la que se pueda contemplar todo el universo, pasado, presente y futuro, como en aquel cuento de Jorge Luis Borges: “Si el mundo puede tener efectivamente una cultura universal y unificadora, en el grado que sea, esa cultura no puede emanar de la religión. El judaísmo, el cristianismo y el islam, tienen una raíz común, pero son más diversos que similares (…) ¿Por qué Shakespeare? Era ya el canon occidental, y se está volviendo ahora central para el canon mundial implícito” (Bloom, 2016: 830).


REFERENCIAS

En el caso de diarios y revistas se trata de versiones digitales y por ello no se ha indicado número de página en el cuerpo del texto.

BLANC, Natalia (2017). “Harold Bloom, tan provocador como siempre”, en La Nación,  (23/04/2017). Buenos Aires.  
BLOOM, Harold (2016). Shakespeare: la invención de lo humano. Anagrama. Barcelona. (Shakespeare: The Invention of the Human, 1998).

CASTANEDO, Fernando (2002). “En el mundo anglosajón, el estudio serio de la literatura ha muerto”, en la Biblioteca Virtual de Literatura (Sevilla) de Leopoldo de Trazegnies.

GRAU, Anna (2011). "Le di la espalda al mundo académico sin pensar que sería un éxito", en ABC Cultural (15/10/2011). Madrid.

LAGO, Eduardo (2011). "Seguiré leyendo mientras me quede un soplo de vida". Entrevista en El País (4/09/2011). Madrid.

PLA, Josep (2001). Diccionario Pla de literatura. Edición de Valentí Puig. Ediciones Destino. Barcelona.

SHAKESPEARE, William (1979). Poesía completa. Edición bilingüe. Traducción de Fátima Auad y Pablo Mañé Garzón. Libros Río Nuevo. Barcelona.

VILLANUEVA, Darío (2010). “Ensayistas y profetas. El canon del ensayo” en  El Cultural 16/07/2010, revista semanal del periódico El Mundo, Madrid.


FUENTE: COURTOISIE, Agustín (2018). "Leer para vivir. El canon Harold Bloom", en revista Relaciones, Nro. 411, agosto de 2018. Montevideo, pp. 31-33.