viernes, 29 de diciembre de 2017

SIEMPRE BUSCAR LA PAZ




HARTOS DE GUERRA
Agustín Courtoisie



Si defender la paz  en el mundo fuera el único motivo, valdría la pena militar en política. Habría que precisar, claro está, si esa política debería o no ser partidista. Este concepto supone  defender la resolución pacífica de conflictos armados en todo el mundo y la crítica de la instigación a la guerra civil o de la lesión directa de las soberanías nacionales por métodos violentos o presiones económicas complementarias.

En líneas generales, hoy es preciso desactivar el terrorismo minoritario de presunto origen islámico empezando por el cese del terrorismo de gran escala de EE.UU y sus aliados. Ver, por ejemplo, la conferencia de Barcelona de Michael Walzer: “Terrorismo y guerra justa” (2004). Lectura accesible en: https://www.uis.edu.co/webUIS/es/mediosComunicacion/revistaSantander/revista4/guerraJusta.pdf

La compilación más abarcadora y profunda sobre el tema es “Poder y terror” de Noam Chomsky, video accesible en: https://www.youtube.com/watch?v=nTW6VpW7wFs

He desarrollado con mayor extensión ese asunto en otros lugares. A vía de ejemplo, sobre la política belicista y expansiva de Israel, ver “No hay peor defensa que un mal ataque” (Semanario 7n, 20/8/2014). Artículo accesible en:




Pero los fundamentos para defender la paz a toda costa se remontan lejos en el tiempo.

“Si mis soldados comenzasen a pensar, ninguno permanecería en las filas” decía Federico II el Grande y Lev Tolstói lo cita en Lo que yo pienso sobre la guerra (Desván de la Hanta, 2015). Ese libro reúne buena parte de la energía colosal de su credo anarquista evangélico y pacífico, que inspiró a Gandhi y a Martin Luther King.

Tolstói defendía a los trabajadores, se indignaba por la crueldad contra los animales y explicaba por qué aquellos a los cuales la indignación podría conducir a la violencia debemos preferir la paz a toda costa.

Si los que orquestan las armas contra millones de inocentes, no son capaces de pensar (ni de sentir) al menos no le cedamos nuestro consentimiento. El firme y realista deseo de paz de quien supo ser soldado, conmueve y trabajar en política permitiría compartirlo.




Por su parte el valeroso judío disidente Norman Finkelstein, autor de La industria del Holocausto. Reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío (2000) se ha dedicado a investigar a un grande de la historia contemporánea: Mohandas Karamchand Gandhi. En  Lo que dice Gandhi (Siglo XXI editores, 2013) Finkelstein redescubre a Gandhi para todos los que predicamos “la paz sin excusa”, como una figura mucho más compleja y rica de lo que se imaginaban sus partidarios y sus detractores.


Hurgando entre los casi 100 volúmenes del corpus de la obra de Gandhi, Finkelstein afirma que Gandhi “no solo estaba convencido de que se podía liquidar de forma no violenta el viejo mundo y crear uno nuevo, sino de que, además, si no se hacía de manera no violenta, ese nuevo mundo difícilmente diferiría del viejo mundo al que había sustituido”.

La lectura compleja que Finkelstein hace de Gandhi le lleva a recordar que “el verdadero Gandhi detestaba la violencia, pero detestaba aún más la cobardía”. Sin embargo, “si Gandhi predicaba simultáneamente las virtudes de la no violencia y las del valor, es porque consideraba que la no violencia requería más valor que la violencia”.



Por último, por hoy, quisiera apoyarme en José María Ridao y su libro La paz sin excusa. Sobre la legitimación de la violencia (Tusquets, 2004). Me atrevería a decir que todo lo que Ridao dijo hace más de una década hoy es más cierto que nunca:

“En realidad, y pese a lo que parece sugerir la historia, resulta difícil determinar si la violencia forma parte del instinto humano. Junto a los innumerables ejemplos de individuos que, sonámbulos, los ojos inyectados en sangre, parecen encontrar un estímulo y no un obstáculo en el sufrimiento que provocan, existen otros en los que el comportamiento es exactamente el inverso: una repentina piedad hacia quien está por completo a merced de un gesto o una decisión propia”.

Regresemos al presente. Las potencias europeas y asiáticas esquilman recursos ajenos promoviendo la violencia en varios países africanos y la extracción de coltán en el Congo es apenas un ejemplo. En el caso de República Centroafricana, el apoyo con armamentos a distintas facciones para facilitar el acceso al petróleo es un claro ejemplo de la “estrategia del caos” para aprovecharse del río revuelto: desde que se descubrieron allí yacimientos comercializables, los franceses apoyaron a los musulmanes y los chinos a los cristianos. 

Arabia Saudí, país aliado de EE.UU bombardea Yemen, con ataques genocidas de propósitos anexionistas. Israel no solamente interviene en sus alrededores, procurando exceder los límites de las fronteras de 1948, sino que vende armas a Birmania, responsable de la persecución homicida de civiles rohingyas. Sería larga también la lista de crímenes cometidos por la ex URSS o la actual Federación Rusa. Pero la inmensa sombra neocolonial sobre nuestro lado del mundo no parece provenir principalmente de allí.


Sería largo recordar aquí el detalle del prontuario de los EE.UU como potencia bélica criminal, pero dejando al lado su frondoso historial de intervenciones militares (ayer para “defendernos” del comunismo, hoy para combatir supuestamente el narcotráfico  y el “terrorismo”) los defensores de la paz no deberíamos olvidar algunas “perlas”:  las bombas nucleares que destruyeron dos ciudades enteras como Hiroshima y Nagasaki, las guerras de Corea y de Vietnam, el apoyo de la CIA al asesinato del primer ministro congoleño, Patricio Lumumba, el golpe de Estado de Pinochet contra el presidente democrático Salvador Allende, la destrucción de Afganistán, Irak, Libia y la disputa feroz con otros poderosos del mundo del control de Siria.

Es cierto que los ataques a la Torres gemelas protagonizados al parecer por terroristas saudíes asesinaron unas 3000 personas indefensas. Eso fue horroroso y debe ser condenado con la misma energía que cualquier otra ataque contra población civil. Pero para poder condenarlo con la misma energía habría que estar enterado de que en 1989, para capturar a su antiguo servidor de la CIA Manuel Noriega, los EE.UU asesinaron 5.000 personas, en su mayoría no combatientes, en el barrio El Chorrillo de la ciudad de Panamá. 



Por último, culminemos con un caso concreto. En el informe Masacre. La guerra sucia en El Salvador (edición 2016) de Mark Danner, se comprende mejor el real modus operandi de los EE.UU, que contraría de hecho los principios a los cuales proclama adherir para justificar sus permanentes intervenciones criminales.

Quienes tengan dudas todavía acerca de cuál ha sido la potencia más genocida del mundo luego de la derrota de la Alemania nazi y la implosión de la URSS, encontrará en Masacre motivos sólidos para despejarlas. La investigación comenzó en el New Yorker con el reportaje “La verdad sobre El Mozote” a principios de los años noventa: EE.UU promovió el asesinato masivo de civiles en El Salvador como elemento ejemplarizante, del cual el asesinato de monseñor Arnulfo Romero (1980), sacerdote defensor de los derechos humanos, es apenas un caso más conocido que otros.

El batallón del ejército salvadoreño que cometió esas atrocidades fue formado en la Escuela de la Américas y cubrió varias aldeas del departamento de Morazán, en El Salvador (1981).

La lista actualizada de 767 víctimas de El Mozote es presentada por Mark Danner con esta advertencia: “En general, las edades son aproximadas, sobre todo en el caso de los niños, que en muchos casos aparecen sin nombre debido a la ausencia de registros oficiales y a los pocos recuerdos de los supervivientes”.

EE.UU es una sociedad vibrante y en parte rebelde y autocrítica. Por ejemplo, buena parte de las informaciones que ventilo en los párrafos anteriores provienen, de hecho, de fuentes estadounidenses (Walzer, Chomsky, Danner, etc.). Pero su gobierno desde hace demasiado tiempo manipula la opinión pública internacional bajo la excusa de defender la libertad, o de protegernos del terrorismo o del narcotráfico, y despliega intervenciones criminales en todas partes del mundo.

Un imperio más algunos malos criollos (militares, paramilitares, mercenarios y opinión pública manipulada) constituyen una mezcla letal.

Los defensores de la paz de este lado del mundo deberíamos tenerlo claro. 

Y no deberíamos equiparar jamás la violencia de la desesperación, desde abajo, con la violencia desde arriba, que suele incurrir en el terrorismo de Estado.

En cada contexto nacional, es importante no confundirse respecto de esa especie de guerra de clases, llevada a cabo con total desproporción de  recursos, hecha desde arriba hacia abajo, como la que en la actualidad se despliega en la Argentina. En particular, esa verdadera guerra donde las autoridades pretenden el "beneficio de la duda" para la gendarmería a la hora de reprimir con armas letales, supone el desconocimiento de muchos valores democráticos.

Esa guerra de clases involucra también la violación del mandato constitucional del respeto a las poblaciones indìgenas (Art. 75, numeral 17, Constitución de la República Argentina). Respecto del hecho de que las protestas forman parte esencial de la vida democrática pueden encontrarse sólidas reflexiones en muchos de los textos del abogado especializado en filosofía polìtica y derecho constitucional Roberto Gargarella. En esos y otros temas es muy útil consultar su Seminario de Teoría Constitucional: http://seminariogargarella.blogspot.com.uy/

Estos puntos adquieren relevancia para quienes creemos que las clases sociales no deben confrontar sino colaborar entre sí, entre otras cosas para la gradual disolución de estas mismas categorías o similares, tales como castas, estamentos, sectores. Todo ello sin apelar a la guerra de clases sino a la conquista pacífica de la igualdad y su hermana la libertad.


Promover la paz, siempre. Pero sólo los más fuertes tienen más chance de llevarlo a cabo. Con un mínimo respeto de la soberanía de los pueblos, menos atentados de falsa bandera, menos financiamiento de grupos  terroristas y mercenarios, o incluso menos infiltrados en las filas de los desesperados, ya sería un gran avance. 

La guerra se hace para robar a los más débiles. Pero hoy no se ejerce el imperialismo reorganizando lo deshecho por las invasiones. sino dejando todo en el caos. Es más fácil robar así. 

La resolución pacífica de conflictos es lo único que daría verosimilitud a algunas de esas  frases grandilocuentes de los discursos de los poderosos.





"Madre yo quiero morir
ya estoy harto de esta guerra"




 Licencia de Creative Commons
 
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.