No vale la pena pasar raya con el año que se va.
No solamente porque los procesos no se detienen o retoman la marcha según nuestros almanaques sino porque es difícil determinar cuándo se abrió esta ventana de la historia en curso que reveló una nueva vuelta de tuerca del horror y los espectáculos más siniestros del planeta.
No es solo el neo colonialismo de las grandes potencias mundiales. Es el cambio cultural, es la ausencia de movimientos firmes por la paz, es Cambridge Analytica. Va mucho más allá de las fake news, que descontextualizadas no se entienden.
Es el imperio de negacionismos de procesos actuales tan inhumanos como el Holocausto (basta pensar en la tragedia de los inmigrantes en todas partes), es la leyenda de la meritocracia, es el intento de reducir el papel de los Estados en sus economías, es la supresión de las políticas sociales y de salud, y es el perfeccionamiento de las formas más perversas del control de los ciudadanos. Es el odio al pobre, a la mujer, al niño.
Si miramos América Latina, solo encontramos la excepción de los gobiernos esperanzadores pero mal comprendidos desde el inicio de López Obrador en México (que asumió en diciembre de 2018) y Alberto Fernández en la Argentina (diciembre de 2019).
Entretanto, en 2019 se produjo el golpe contra Evo Morales, que renunció para evitar correr sangres que igual se derramaron por la rapacidad de fuerzas oscuras (ricos, evangélicos y mercenarios) que no pudieron señalar en la economía boliviana ningún indicador que no fuese positivo o incluso muy positivo, como lo han indicado organismos internacionales. Se trata de búsqueda del poder, sed loca de poder y racismo anti indígena, en beneficio de la derecha más obscena y las manifestaciones más hipócritas y grotescas.
Las legítimas protestas de chilenos de todas las edades y clases sociales contra el gobierno de Sebastián Piñera se han venido dando pese a la perversa represión que continúa quitando los ojos, literalmente (uno o ambos). Sin embargo, los disparos a la cara como política de control de las calles y el uso de sustancias químicas en los carros de agua, son sistemáticamente omitidos en los informes de la televisión privada del Uruguay y los demás medios grandes.
La situación de Venezuela sigue siendo incomprendida: se trata de una guerra que no iniciaron los gobiernos bolivarianos. Asesores y jerarcas como John Bolton, Elliot Abrams, Mike Pompeo o el propio presidente Donald Trump se han sucedido en sus declaraciones descarnadas que no ocultan en absoluto sus intenciones, sino que las expresan de modo manifiesto. Se ha atentado con mercenarios, sicarios y apoyo de narcos a un gobierno que procura ser soberano, que ha tenido que soportar en forma adicional al títere y corrupto Juan Guaidó. Con el apoyo de Colombia, los EE.UU y unos pocos malos venezolanos han cometido actos terroristas contra Venezuela en todos los órdenes y dimensiones, energéticas, financieras, sanitarias, sociales, educativas y. naturalmente, bélicas.
La Colombia de Ivan Duque es escenario de asesinatos frecuentes contra líderes sociales, indígenas y ex guerrilleros que habían entregado sus armas. El escándalo de los "falsos positivos" (Uribe) no ha terminado, pero en el Río de la Plata solo preguntan si Venezuela es una dictadura. Por si el lector tampoco sabe a qué me refiero: el asesinato sistemático de jóvenes pobres y de civiles para presentar sus cadáveres con uniforme y armas como si fuesen guerrilleros abatidos. Eso mejoraba las estadísticas para lucimiento del ejército del gobierno. En el Río de la Plata se ignora por completo lo que ocurre en un país que es el ejemplo más claro de la ingenuidad (o el cinismo) de decir que se va a derrotar la droga con las armas: Colombia cuenta con el apoyo de EE.UU, bases militares, organismos de seguridad, ejército activo y bien pertrechado. Pero la droga sigue llegando a uno de sus consumidores más hambrientos: los EE.UU. La lucha contra el narcotráfico es un excusa barata para ejercer el control geopolítico. Es la nueva guerra del opio.
No es leyendo a los elegantes papers de politólogos latinoamericanos que se ha de comprender esta nación de Repúblicas, no es mediante el cotidiano entrenamiento en el discurso del odio de las redes sociales, ni atendiendo a los medios de comunicación hegemónicos.
Es mejor, mucho mejor y más entretenido, seguir con atención films como Joker (Todd Phillips, 2019), Panamá Papers (Alex Winter, 2018), The Great Hack (Karim Amer y Jehane Noujaim, 2019) o Brexit: The Uncivil War (Toby Haynes, 2019) y series como Years&Years (Karen Lewis, 2019) o Black Mirror (Charlie Brooker, 2011-2019). Hay pistas integrales, políticas y culturales, psicológicas y sociales, en esas obras, que constituyen insumos mucho más relevantes para una comprensión adulta y sensible de lo que pasó en el 2019 y seguirá pasando en el 2020.
Cuestión de derechos
Es necesario defender el derecho de acceso a la información que personajes como Assange o Snowden han reivindicado con sus denuncias
El fundador de WikiLeaks, Julian Assange, se enfrenta a una demanda de extradición por espionaje presentada por EE UU a la justicia británica, que deberá resolverse en un tribunal de Londres el próximo mes de febrero. El carácter controvertido del personaje y su torturada peripecia para sustraerse a la acción de las justicias sueca e inglesa han tendido una peligrosa cortina de humo sobre una persecución que afecta a las libertades fundamentales y, en especial, al derecho a la información. La principal dificultad para la comprensión del caso es la necesaria separación que requiere de los elementos que no son sustanciales respecto a la cuestión que está en juego, fundamentalmente el derecho a la información. Ni su comportamiento personal en la relación con dos mujeres suecas —que condujeron a su procesamiento, su demanda sueca de extradición y su reclusión como asilado en la Embajada ecuatoriana en Londres durante siete años—, ni sus relaciones con la cadena de televisión rusa RT o sus contactos con el entorno de Donald Trump para infectar la campaña electoral de Hillary Clinton, permiten mirar hacia otro lado cuando están en juego las libertades.
Julian Assange, como es el caso también de Edward Snowden, ha rendido un notable servicio, también a los ciudadanos de Estados Unidos, con las revelaciones sobre actuaciones ilegales o irregulares de su ejército, sus servicios secretos o su diplomacia. El fundador de WikiLeaks defiende la difusión de las informaciones relevantes a las que ha tenido acceso, tomando como fundamento la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos. También podría acogerse, al igual que Edward Snowden, a la figura de más reciente reconocimiento del whistleblower, el ciudadano y especialmente el funcionario que denuncia las irregularidades y malos comportamientos de su Administración.
Si alguna crítica merecen estos perturbadores del orden informativo no son las que tienen como motivo las revelaciones de irregularidades o incluso delitos cometidos por los Gobiernos y las Administraciones sino las fantasías respecto al próximo advenimiento de un nuevo mundo transparente e inmaculado en el que ellos destacarían como héroes redentores. Por desgracia, los escándalos suscitados por Assange y Snowden son la premonición de unas distopías totalitarias en las que las tecnologías digitales han devenido instrumentos de control y no herramientas de emancipación. Para evitar precisamente que estas distopías lleguen a ser realidad, nada más oportuno que defender el derecho al libre acceso a la información que personajes como Assange o Snowden han reivindicado con sus denuncias.
Fuente: Editorial de El País (Madrid) 23/12/2019