Es tan entretenido que podríamos creerlo. Pero además es un
trabajo muy documentado (cuantitativamente hablando) y eso suele anestesiar
ciertos reflejos críticos. Este libro de Rosemary Sullivan, profesora emérita
de la Universidad de Toronto, “biógrafa y poeta” según declara la primera
solapa, consta de 543 páginas que se pueden transitar con el placer de quien
lee una revista mundana (excepto que se apoya en múltiples notas al fin de cada
capítulo). Claro, La hija de Stalin puede
insumir varias semanas, si además uno lee otras cosas. Pero su lectura lleva
mucho menos tiempo que completar una temporada de una serie de Netflix. Eso
también contribuye a tornarlo algo perverso.
Vamos a los hechos, o por
lo menos, a una parte de los hechos. La vida de Svletana Allilúieva, hija de
Stalin, fue trágica. Durante su infancia en la URSS su madre se suicidó. Svletana tenía entonces
poco más de seis años. Los cuñados de Stalin (Iósif Vissariónovich
Dzhugashvili) por parte de su primera esposa, fueron ejecutados y su hijo
desapareció. El tío de Svletana fue ejecutado. Otro tío murió de un ataque al
corazón, según Sullivan, “por la impresión”. El primer amor de Svletana fue
enviado a un campo estatal de prisioneros. A su medio hermano lo mataron los
nazis. Su hermano mayor “fue arrestado y
finalmente murió de alcoholismo”.
A mediados de los años
sesenta enviaron a sus amigos intelectuales a cumplir trabajos forzados. Su
vínculo sentimental con el indio Brajesh Singh fue impedido de formalización
alguna pero se le permitió retornar sus cenizas a la India. Según Sullivan,
cuando a los 45 años Svletana decide “impulsivamente desertar”, ingresa en la
embajada de EE.UU en Nueva Delhi pero es
recibida con reticencia porque ello era potencialmente desestabilizador en las
relaciones con la URSS. Finalmente la admitieron con una visa de turista: “Muy
pronto se convirtió en la desertora millonaria: le compraron Rusia, mi padre y yo, las memorias que
había escrito en 1963 y que extrajo de la URSS tras su salida, por un adelanto
de 1.5 millones de dólares”.
He aquí un ejemplo de la
propensión a la psicología simplificada a la cual con demasiada frecuencia
apela Rosemary Sullivan. Según la autora Svletana “no entendía el concepto de
dinero: regaló una buena parte y muy pronto perdió el resto por las
maquinaciones de Olgivanna Wright, la viuda de Frank Lloyd Wright, quien la
engañó para que se casara con Wesley Peters, el arquitecto de la Fundación
Taliesin, también de Wright”.
Svletana tuvo una hija con Peters, que era un acólito de Olgivanna, muy elegante pero un sabandija, según Sullivan. “Su hija fue un consuelo”. Recordemos que Svletana había abandonado a sus dos hijos al huir de la URSS: Iósif de 21 años y Katia de 16. “Las intrigas de la KGB le impidieron contactarlos durante los siguientes 15 años”, sostiene la biógrafa.En Occidente cambió de domicilio muchas veces y desertó de su deserción cuando regresó a la URSS por un tiempo. Su último retorno a los EE.UU la encuentran en compañía de su hija Olga, quien al final esparcirá sus cenizas en el Océano Pacífico.
Sin embargo, no todo fue dolor durante la vida errante de Svletana: Sullivan registra cuatro esposos en la URSS ( Morózov, Zhdánov, Svanidze y Singh); cuatro amantes en ese país (Kápler, Tomski, Samóilov y Siniavski); 12 amigos en EE.UU, incluyendo a Edmund Wilson, el crítico literario; y 10 en Inglaterra, entre los que se destaca Isaiah Berlin.
El libro contiene varias guías útiles: el árbol genealógico de los Dzhugashvili (la línea de Stalin) y de los Allilúiev; la lista de entrevistas en EE.UU, Rusia, Georgia, Inglaterra, Canadá y México; la “lista de personajes”, donde se incluyen parientes, personalidades políticas, esposos, amantes y agentes de la KGB. Todo el libro está bien regado de fotografías de distintas etapas de su vida y de las personas que de un modo u otro se relacionaron con Svletana.
Retomemos lo insinuado al comienzo de esta nota. Uno de los problemas de La hija de Stalin es que el entretenimiento puede hacer olvidar la solidez de las interpretaciones, en especial en lo referido a los móviles de las conductas íntimas y cierta ligereza en las adjetivaciones. El capítulo sobre “El fiasco de Taliesin” es un buen botón de muestra. La fundación liderada por la viuda del famoso arquitecto Frank Lloyd Wright es dibujada de modo siniestro: un artilugio para extraer dinero de gente rica en busca de experiencias comunitarias. La propia viuda, Olgivanna Wright, es presentada como una especie de bruja con extraños poderes persuasivos ejercidos sin compasión y de forma calculadora, Svletana incluida entre sus víctimas. (Recordemos que esta “maligna” viuda habría empujado a Svletana en brazos de Peters para desplumarla, según Sullivan).
La escena en que Olgivanna
toma de las manos a Svletana y la mira fijo a los ojos, cierta o no, es propia
de un teleteatro. Y véase este pasaje de la página 299: “Wright construyó la
primera Taliesin en su propiedad de Spring Green, Wisconsin, en 1911. Tres años
después, mientras hacía negocios en Chicago, un sirviente, en lo que se creyó
un ataque de locura, le prendió fuego a la casa después de haber cerrado y
clavado todas las puertas y dejado sólo una pequeña trampilla abierta. Mientras
la gente de adentro salía gateando por esa trampilla, los mataba con un hacha.
Devastado, Wright juró reconstruirla, y ya en 1932 había establecido la
Sociedad Taliesin”. ¿Quién expone en
esos párrafos, la “biógrafa” o la “poeta”?
Después de leer ese tipo de párrafos (al igual que la transformación cinematográfica de Peters de un ingenuo en un aprovechador psicopático), se le pierde un poco respeto a Sullivan. Luego es imposible no desconfiar cuando a lo largo de todo el libro la sombra monstruosa y tiránica de Stalin se levanta como un villano de cómic una y otra vez, pero el presidente Harry Truman, responsable de las terroristas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki es apenas mencionado tres veces en 500 páginas. Eso es el equivalente político de comentar un partido clásico y hablar sólo de Nacional pero no de Peñarol. Es cierto que Sullivan reconoce que hacia 1945 “la CIA espiaba a sus propios ciudadanos” y “el senador Joseph McCarthy creó paranoia con su insensata propaganda contra el Temor Rojo” (sic). “Pero Stalin fue mucho más lejos” (Sullivan, 2017, pág. 121). Al hablar de las bombas atómicas como una “aterradora amenaza” no se menciona jamás la pertinencia ética de la orden de Truman (lo cual podría haberse esperado ya que el libro está plagado de juicios morales). El problema en todo caso para Rosemary Sullivan está en otra parte: “Los hábiles espías soviéticos no tardaron en llevar a Stalin los secretos atómicos que deseaba” (opus cit., pág. 120). También agrega que “la primera bomba atómica soviética se detonó en 1949” sin aclarar que no es equiparable a lo padecido por los miles de civiles japoneses.
Si desde el punto de vista
histórico, la “poeta” no es satisfactoria, ¿lo será la “biógrafa”? La página
176 muestra a Nikita Khrushchov el 25 de febrero de 1956 cuando denuncia los
crímenes de Stalin. Entretanto, Rosemary Sullivan, beneficiaria de las becas
Guggenheim, Trudeau y Jackman, premiada con la Lorne Pierce Medal y desde 2012
miembro de la Orden de Canadá, no se le ocurre en ningún momento averiguar si
en Occidente ha ocurrido algún episodio simétrico de esa magnitud. Ya hemos
mencionado a Truman. Podríamos seguir con la guerra de Vietnam y decenas de invasiones estadounidenses en todo
el globo con innumerables víctimas
civiles. ¿Algún mandatario occidental
ha condenado con la misma energía y la misma publicidad que Khrushchov
contra Stalin, los millones de asesinatos y actos criminales del rey belga Leopoldo II contra la población
del Congo? ¿Con qué autoridad moral se podrá criticar a los nostálgicos de Stalin o incluso con aquellos que lo
evalúan en términos históricos con las mismas benevolencias que otros juzgan
las intervenciones occidentales en Afganistán, Irak, Libia o Siria? Por
ejemplo, si no existe una especie de Khrushchov occidental, no veo la forma de
responder con autoridad moral a planteos como los que formula el uruguayo
Gonzalo Abella en Stalin: luces y sombras (2009):
“Recordemos que Stalin
gobernó la URSS entre 1924 y 1953. Recibió un país atrasado y devastado por la
guerra civil, en pleno viraje a la NEP ya propuesta por Lenin y que confundía y
descorazonaba a muchos honestos bolcheviques. Bajo Stalin se industrializó el
país, se superó la NEP y se colectivizó la producción agrícola con mano de
hierro; después la URSS venció al nazismo a costa de 20 millones de muertos y a
costa también de que quedase destruido todo su parque industrial en el
territorio occidental” (opus cit., pág. 120).
Continúa Abella:
“Recordemos que la matrícula escolar en
la URSS bajó a la mitad en 1950 por los niños muertos y los no nacidos durante
la guerra.; que en 1945 la URSS ya tenía la bomba atómica y que en 1957 (cuatro
años apenas después de la muerte de Stalin), levantándose de las cenizas, la
URSS puso el primer satélite en órbita” (ibídem). Y concluye: “Por eso, para
evaluar a Stalin como estadista, importa saber cómo terminó ese proyecto
gigantesco. El colapso de la URSS en 1991 ¿ya estaba determinado por la NEP de
Lenin? ¿Fue obra de la tozudez de Stalin? ¿O fue producto de los ‘revisionistas’
que después de 1956 no siguieron la línea stalinista de construcción del
socialismo?” (opus cit., 120-121).
Resituar de otro modo a
Svletana Allilúieva que la versión de Sullivan, requiere una visión histórica
menos superficial, pero implicaría una gruesa dificultad de comprensión lectora
entender esa cita como una apología de Stalin por parte de este cronista (sea
cual fuere la perspectiva de Gonzalo Abella).
Ocurre que La hija de Stalin no es una biografía
que resulte penetrante en su objeto de indagación psicológica. Pero tampoco es
historia, sino una capa previsible de opiniones ofrecidas como “datos”. Es que
incluso se puede mentir diciendo la verdad, si se muestra siempre la mitad de
la foto.
LA HIJA DE STALIN. LA
EXTRAORDINARIA Y TUMULTUOSA VIDA DE SVLETANA ALLILÚIEVA, por Rosemary Sullivan.
Traducción de Hugo López Araiza Bravo. Debate, Barcelona, 2017. FUENTE: Agustín Courtoisie, Revista Relaciones Nro. 407, abril de 2018, Montevideo, pág. 28.