viernes, 4 de mayo de 2018

LIBERALISMOS

Agustín Courtoisie
 



Elige a Karl Popper como uno de los autores que más le influyeron pero rechaza con dureza la propuesta del autor de La sociedad abierta y sus enemigos de controlar democráticamente los medios de comunicación. Expone con pulcritud el concepto de “libertad negativa” de Isaiah Berlin, pero desnuda su intimidad y sus hábitos mundanos. Defiende con efusión a José Ortega y Gasset como un hombre tolerante, que quedó en una tierra de nadie durante la guerra civil española entre ambos bandos, pero marca sin piedad su ignorancia en economía. Entretenido, polémico, incluso irritante por ciertas hemiplejias históricas, La llamada de la tribu (2018) de Vargas Llosa es de ineludible lectura, a condición de que no se desatiendan los matices que el autor introduce a cada paso.
 
Hace ya dos décadas, Arturo Ardao expresaba en un artículo de Cuadernos de Marcha que “el liberalismo económico de nuestros días recibe a menudo, de partidarios y adversarios, el prefijo ‘neo’, aunque más de una vez debiera recibir el de ‘paleo’…”. Y agregaba: “se omite en cambio, no menos habitualmente, el siempre obligado calificativo de ‘económico’ como si fuera por excelencia ‘el liberalismo’. Ni histórica ni conceptualmente es ello legítimo. El tradicionalmente llamado liberalismo político, asumido en toda su plenitud humanista es el único e imperecedero liberalismo sin más” (Ardao, 1997: 39).

La cita viene a cuento, justamente, a propósito del último libro de Mario Vargas Llosa, porque La llamada de la tribu es una recorrida por la vida y la obra de siete pensadores liberales: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich Hayek, Karl Popper, Isaiah Berlin, Raymond Aron y Jean-François Revel. El conjunto de esta presentación ensayística y fresca posee momentos brillantes pero casi se ubica en la vereda opuesta de las precisiones de Ardao: el liberalismo según el peruano Vargas Llosa es uno solo, y las libertades políticas deben concebirse como formando parte del mercado libre.

Comenzamos a plantear esas dos miradas enfrentadas de Vargas Llosa con nuestro Arturo Ardao, pero luego deberíamos difuminar el contraste. Según Ardao, el liberalismo a secas es el liberalismo político y se puede ser liberal en lo político pero regulador en lo económico. Así han funcionado hasta hoy, por ejemplo, Noruega, Suecia y Finlandia, entre muchos otros. De la misma manera que, a la inversa, se puede ser liberal en lo económico, como en el Chile de Pinochet, en el contexto de una dictadura feroz que suprimió todas las libertades políticas. Sin embargo, para Vargas Llosa, el liberalismo político debe concebirse de modo indisoluble del liberalismo económico, si se desea evitar la degradación de la democracia liberal. En cualquier caso, tal como veremos, las aristas de esa discusión no siempre se dan con tanta nitidez.

¿ADAM SMITH “SOCIALDEMÓCRATA”?

Puede ser útil y entretenido un breve muestreo de esta estupenda y provocativa obra. El título alude a un “retorno del primitivismo y de ciertas formas de barbarie disimuladas bajo el atuendo de la modernidad” (Vargas Llosa, 2018: 78-79). El capítulo dedicado a Adam Smith ofrece una perspectiva sorprendente del autor de La riqueza de la naciones. La “mano invisible”, el egoísmo individual como motor del dinamismo económico y otros conceptos del referente teórico más famoso del liberalismo son explicados con fidelidad sin perder jamás cierto encantador didactismo. Ello no impide a Vargas Llosa recordar que “Adam Smith no era el ser cerebral y deshumanizado con que sus enemigos atacan al liberalismo. Por el contrario, era muy sensible al horror de la pobreza… la educación era indispensable y debía ser financiada, para quienes no podían costeársela, por el Estado o la sociedad civil… Defendía una educación pública junto a la privada” (opus cit.: 51). Los patrones deberían predicar con el ejemplo de su austeridad y dedicación al trabajo duro (opus cit.: 56).

 “Adam Smith es partidario del comercio libre, pero acepta que se pongan aranceles y prohibiciones si se tiene la seguridad de que con ello se va a aumentar el empleo o si la libertad total de importación amenaza con arruinar a los empresarios y manufactureros incapaces de competir con los productos importados” (opus cit.: 59). “El colonialismo, además de inmoral, es económicamente negativo” (opus cit.: 60). Y esto va a resultar aún más escandaloso a los neoliberales de esta latitudes: “Habla [Adam Smith] de fuentes de ingreso que mantienen al Gobierno, es decir, los impuestos, sosteniendo a ratos tesis que ahora llamaríamos socialdemócratas… Cree que los impuestos deben servir para ‘igualar’ los ingresos, cobrando más a los ricos y menos a los pobres, y evitando aquellos impuestos que por excesivos o arbitrarios invitan a la evasión” (opus cit.: 63).

A propósito de José Ortega y Gasset, afirma “su notable actualidad” y el mérito de advertir el “excesivo economicismo en que se ha confinado cierto liberalismo” (opus cit.: 69). Interpreta la ambigüedades políticas de Ortega, que llegó a ser diputado y recibió la República con gran optimismo, hasta la tragedia de la guerra civil, reconociendo que “sin duda, hubiera sido preferible que nunca regresara a España y muriera en el exilio, o asumiera una posición frontal y sin equívocos contra la dictadura [de Franco]” (opus cit.: 94). Su alejamiento de los bandos en pugna, su tolerancia, su ánimo de convivencia en paz y civilizada, era “una postura impracticable en aquella situación de violenta ruptura de la sociedad y de maniqueísmo beligerante, donde desaparecían los matices y la moderación, pero no era deshonesta” (opus cit.: 95).

Aunque le reprocha enfáticamente a Ortega su ignorancia en asuntos de economía y sus tentaciones intervencionistas, Vargas Llosa se permite algunos párrafos que muchos de sus seguidores de las últimas décadas harían bien en conocer. Es posible hoy, gracias a Ortega y Gasset, “redescubrir que, contrariamente a los que parecen suponer quienes se empeñan en reducir el liberalismo a una receta económica de mercados libres, reglas de juego equitativas, aranceles bajos, gastos públicos controlados y privatización de las empresas que aquél es, primero que nada, una actitud ante la vida y ante la sociedad, fundada en la tolerancia y el respeto, en el amor por la cultura, en una voluntad de coexistencia con el otro, con los otros, y en una defensa firme de la libertad como valor supremo” (opus cit.: 97). En esos párrafos, ¿sigue pareciendo Vargas Llosa tan distante de las precisiones históricas de Arturo Ardao?

La llamada de la tribu está lleno de otras sorpresas y valiosos contenidos. El capítulo de Hayek revela gran conocimiento del autor más allá de Camino de servidumbre (1944) y transita por ejemplo La constitución de la libertad (1960) y La fatal arrogancia (1989). Es bueno el paralelo entre Hayek y Keynes (opus cit.: 102 y ss.) y muy recomendable el señalamiento de que liberales y conservadores en absoluto son las misma cosa (opus cit.: 136 y ss.).

El capítulo dedicado a Karl Popper es una panorámica muy completa de su vida y obra, incluyendo explicaciones claras y competentes de la filosofía de la ciencia del autor, sin olvidar el concepto de “refutabilidad” y la teoría de los “tres mundos”. Es literaria e históricamente sabroso el relato del enfrentamiento entre Popper y Ludwig Wittgenstein, atizador en mano, discutiendo con vehemencia.

El capítulo sobre Raymond Aron es muy bueno también pero lo mejor de ese tramo es el cotejo entre Aron y Jean-Paul Sartre, con quien Vargas Llosa practica una especie de ajuste de cuentas personales. La diatriba contra el autor de El ser y la nada llega a tonos que no le son habituales: “Tal vez [Sartre] el temible enemigo de los demócratas, el anarco comunista contumaz, el ‘mao’ incandescente, era sólo un desesperado burgués multiplicando las poses para que nadie recordara la apatía y prudencia frente a los nazis cuando las papas quemaban y el compromiso no era una prestidigitación retórica sino una elección de vida o muerte” (opus cit.: 231).
 
No es posible aquí hablar de todos los capítulos, en un volumen parejo de inobjetable calidad expresiva y base bibliográfica. Quedan para otra oportunidad Jean-François Revel y una revisita pormenorizada al capítulo sobre Isaiah Berlin, uno de los autores más influyentes en Vargas Llosa, del que sin embargo se distancia en este pasaje: “Hay toda una dimensión del hombre que no asoma, o lo hace de manera furtiva, en su visión: aquella que describió mejor que nadie Georges Bataille. Ese mundo de la sinrazón que subyace y a veces obnubila y mata la razón… el de esos oscuros instintos que por inesperados caminos surgen de pronto súbitamente para competir con las ideas… Nada más alejado de la visión limpia, serena, armoniosa, lúcida y sana del hombre que tenía Isaiah Berlin, que la concepción sombría, confusa, enferma y ardiente  de Bataille. Y, sin embargo, tengo la sospecha de que la vida es probablemente algo que abrasa y confunde en una sola verdad, en su poderosa incongruencia, a esos dos enemigos” (opus cit.: 278). 

La honestidad intelectual de Vargas Llosa le lleva a reconocer que “Isaiah Berlin albergó siempre dudas socialdemócratas sobre el laissez faire y volvió a reiterarlas pocas semanas antes de su muerte en la espléndida entrevista, suerte de testamento, que concedió a Steven Luker, repitiendo que no podía defender sin cierta angustia la irrestricta libertad económica que ‘llenó de niños las minas de carbón’…” (opus cit.: 275).

DEWEY Y NOZIK OMITIDOS

En este recomendable libro de Vargas Llosa se extrañan muchos nombres de la filosofía política contemporánea. Por ejemplo, el de un eximio representante del liberalismo igualitario como John Rawls, o el de Ronald Dworkin. Pero quizás las omisiones más relevantes sean las de John Dewey y Robert Nozick. En otro lugar hemos mostrado que Robert Nozick mutó sobre el final de su vida de su pensamiento anarquista liberal, hacia ideas mucho más cercanas a lecturas solidarias del liberalismo. Basta leer por ejemplo el capítulo “El zigzag de la política” en Meditaciones de la vida, publicado originalmente en 1989 (Courtoisie, 2016: 167-191).
 
Pero la distinción inicial de Arturo Ardao acerca de los dos liberalismos, merece ser abordada algo más en detalle a través de algunos aspectos del pensamiento político de John Dewey, el gran filósofo y pedagogo norteamericano, no incluido ni mencionado en La llamada de la tribu. La historia del liberalismo no puede juzgarse por las recurrentes falsificaciones de que ha sido objeto, ni por la torsión a la derecha del último cuarto de hora. 

En plena depresión de los años treinta, en un texto que llevaba por título "El porvenir del liberalismo", John Dewey procuraba aligerar al liberalismo clásico de cierto grave lastre que comprometía entonces, y aún compromete, el desarrollo de muchas ideas fecundas y metas generosas que llevaba consigo (Dewey, 1961). Desde sus orígenes el liberalismo albergó dos tendencias. Dewey las denomina, respectivamente, la corriente del laissez-faire y la corriente humanitaria. 

Pese a las inestables aleaciones de ambas con que suele encontrársele históricamente, el liberalismo nunca se curó de esta escisión interna. En épocas de gran impulso del comercio y de la aplicación del vapor a la industria, las teorías de Adam Smith, entre otros, dieron expresión a la primera de esas corrientes. El esfuerzo de industriales y comerciantes por sacudirse el yugo de las restricciones que limitaban su actividad, especialmente con los mercados extranjeros, hicieron que la injerencia del gobierno fuese considerada enemiga del progreso. La búsqueda de cada individuo por obtener la mayor ganancia sería útil también al resto de la sociedad. Una armonía de intereses auto regulada sería la resultante de este proceso.

La tendencia humanitaria del liberalismo, a su vez, nació de la confluencia de muchos elementos: el influjo de Rousseau, vindicador del hombre olvidado y de las masas olvidadas, cierto rechazo de la razón, en tanto las mayorías podrían ser guiadas sabiamente por el instinto y el sentimiento, y hasta aportes religiosos como los movimientos de los Wesley en Inglaterra. Allí y en otras partes, la fuerza motriz de sectores del clero cercanos a los más desposeídos se tradujo en obras concretas contra los abusos de la vida carcelaria, contra la esclavitud, contra las condiciones inhumanas de trabajo de mujeres y niños en minas y fábricas. Estas dos grandes corrientes, anota Dewey, aunque se hayan unido en ocasiones, no llegaron nunca a fundirse.

La tendencia humanitaria se expresaba más frecuentemente en la obra personal y voluntaria, pero lejos de oponerse a la intervención gubernamental inspiró en muchos países la aprobación de buena parte de la legislación social. Su inclinación intervencionista, aún sin hacer a un lado las libertades de expresión y de pensamiento, enfrentó siempre la propensión abstencionista de la corriente del laissez-faire (que conlleva su propio estilo político, las más de las veces insensible y autoritario). El liberalismo político por su parte, prolonga las raíces humanitarias del movimiento y posee su propio sesgo en materia económica. Estamos ante dos tradiciones liberales, cada una de ellas con su propio repertorio de soluciones económicas y políticas. Lo paradojal es que las dos habitan una misma constelación de ideas que equívocamente llamamos "liberalismo". Parece un caso de doble personalidad. Pero ahora sabemos quién es Jekyll y quién es Hyde.

Si Vargas Llosa hubiese incluido a John Dewey en su repertorio de La llamada de la tribu, podría haberse beneficiado de la sagaz concepción de la libertad que ofrece el estadounidense. El liberalismo nunca pudo curarse de esa contradicción, de esa puja por el predominio entre dos líneas que, sin embargo, habían partido de una coincidencia fundamental: "la mayor libertad posible para el individuo" (Dewey, 1961: 154). No era esa una formulación genérica, sino concreta. Las divergencias venían luego cuando se la interpretaba parcialmente, restringiéndola, por ejemplo, a la libertad del empresario.

El mérito mayor de John Dewey consiste en responder a la pregunta por el significado de la palabra "libertad" sin acudir a la vaga retórica habitual. Nuestro autor aporta observaciones esclarecedoras sobre la definición del término. "La libertad no es tan sólo una idea, un principio abstracto. Es poder, poder efectivo de hacer cosas. La posesión del poder efectivo es siempre una cuestión de distribución del poder existente en un momento dado. La exigencia de aumentar el poder en un punto exige un cambio en la distribución de los poderes, es decir que en algún otro punto haya menos poder. Cuando hay libertad en un lugar, hay restricción en otro" (Ibídem: 132-133). A la luz de esta potente redefinición de la vapuleada "libertad" en términos de "poder", es que Dewey consigue disolver muchos mitos y confusiones que escuchamos a diario. En particular, el mito de que igualdad y libertad son valores antinómicos.

Para Dewey, si enfocamos el liberalismo en un encuadre temporal suficientemente amplio, comprenderemos que no puede identificarse con un programa fijo y pormenorizado de soluciones, ni mucho menos, como acabamos de sugerir, con invocaciones acerca de una libertad abstracta y difusa. Su esencia se define por una actitud continua de enérgicos reclamos a través del tiempo, en pro de tales o cuales libertades particulares frente a situaciones o instituciones opresivas también particulares que, naturalmente, cambian según los contextos y las épocas.

El error filosófico fundamental de la línea del "zorro libre en el gallinero libre" consistió precisamente en ignorar la relatividad histórica.  La intervención estatal fue considerada como la violación de una ley natural, pero no tuvo rubores en solicitar su apoyo toda vez que lo necesitó. Esa forma degenerada de liberalismo (la expresión es del propio Dewey) es contradictoria en todas partes. El autor alude al ex-presidente Herbert Hoover y su peculiar "individualismo a ultranza" que no impidió la asistencia a ciertos sectores privados mediante la Reconstruction Finance Corporation ante la crisis de 1929. El mismo gesto, apuntemos nosotros, se repitió luego de la crisis del 2008 en los EE.UU, cuando el Estado salvó a las instituciones financieras, socializando las pérdidas después de asegurar la casi impunidad de las ganancias fraudulentas facilitadas por la desregulación.

IDEALES VERSUS REALIDADES

El liberalismo del porvenir debe aceptar la relatividad histórica, asumiéndose como actitud más que como un programa definido. Debe propiciar, insiste Dewey, un nuevo individualismo, en que cada sujeto alcanza su libertad efectiva en la participación y en la deliberación de los problemas de la comunidad (Schneider, 1949: 546-547). No podemos dejar pasar esta frase: "La idea y el ideal originarios de la democracia, combinan la igualdad y la libertad como ideales coordinados, agregando, en el 'slogan' de la Revolución Francesa, la fraternidad como tercera coordenada" (Dewey, 1961: 136). Y no debería sorprender que el británico Edward H. Carr, respecto de los comienzos de la Revolución Rusa, dijera que "muchos de los primeros actos legislativos y declaraciones del régimen soviético en Rusia estuvieron inspirados tanto por los ideales de la democracia burguesa como por los del socialismo. Cuando llegara el momento de pasar a la realización del socialismo, esto significaba, no que los ideales democráticos deberían ser abandonados, sino que deberían ser totalmente realizados, en un momento en que las democracias burguesas degeneradas de Occidente no eran ya capaces de hacerlo” (Carr, 1968: 215).
 
Este tipo de perspectivas, aún planteadas de modo exploratorio, son las que podrían haber enriquecido el libro de Vargas Llosa a partir del cual aquí hemos reflexionado. Es que no vale comparar un capitalismo idealizado con las heterogéneas concreciones del socialismo en el mundo. Tampoco corresponde lo inverso: comparar un socialismo estilizado con las miserias concretas de las economías “abiertas” y el colonialismo encubierto o descarado, propio de la globalización.
 
También hemos señalado la confusión entre los dos sentidos del término “liberalismo”: el económico con el político, como si fuesen una sola cosa, o como si el liberalismo económico fuese condición necesaria del liberalismo político. Esas confusiones lo conducen a ciertas afirmaciones inquietantes de La llamada de la tribu como la siguiente: “Ciertas dictaduras de derecha, que ponen énfasis en las libertades económicas, pese a los abusos y crímenes que cometen, como la de Pinochet en Chile, garantizan por lo general un margen más amplio de ‘libertad negativa’ a los ciudadanos que las democracias socialistas y socializantes, como Cuba y la Venezuela de nuestros días” (Vargas llosa, 2018: 257). Recordemos que la “libertad negativa” de Isaiah Berlin alude a la menor intromisión del Estado en la vida de los particulares. Aquí Vargas Llosa posee una visión muy idealizada de la libertad económica, o muy deformada de las “democracias socializantes”, o bien, carece de cierta información básica acerca de los procesos a los que alude. 

Es muy probable que Vargas Llosa nunca haya leído a Vaz Ferreira, pero debería. Por ejemplo, para conocer el sabio consejo del autor de Fermentario para pensar y discutir (o discutir pensando) en materia política: “No hay mayor injusticia que comparar ideales con realidades, proyectos con realizaciones, y, simplemente, futuro con pasado” (Vaz Ferreira, 1957: 159). “Cuando se comparan ideales con realidades, parecen pobres las soluciones realizadas” (opus cit.: 166).
 
Es menester un reencuentro profundo con los clásicos del liberalismo, en una lectura menos “economicista”, que el propio autor, todavía a tientas, logra por momentos. No en vano Vargas Llosa expone La teoría de los sentimientos morales de Adam Smith recordando la centralidad de la empatía, la actitud cuidadosa de los demás, el rol del juez moral que la mayoría lleva dentro del pecho y la esencialidad de ciertas interrogantes morales: “¿A qué se debe que la sociedad humana exista y se mantenga estable y progrese en el tiempo, en vez de desarticularse debido a las rivalidades, los intereses opuestos y a los instintos y pasiones egoístas de los hombres? ¿Qué hace posible la sociabilidad, ese pegamento que mantiene unida a la sociedad pese a la diversidad de gentes y caracteres que la conforman?” (Vargas Llosa, 2018: 37).


REFERENCIAS

ARDAO, Arturo (1997). “Liberalismo y liberalismos”, en Cuadernos de Marcha, diciembre de 1998. Montevideo, pp. 37-39.
CARR, Edward Hallet (1968). Estudios sobre la revolución, Madrid: Alianza Editorial.
COURTOISIE, Agustín (2016). “John Rawls y Robert Nozick: aciertos y desconciertos”, en Bonilla Saus, Javier & Isern Munne, Pedro (editores) (2016), Contratos, derechos, libertades y ciudadanías. Buenos Aires: Biblos.
DEWEY, John (1961). "El porvenir del liberalismo" capítulo X, en El hombre y sus problemas. Trad. Eduardo Prieto, Buenos Aires: Paidós.
SCHNEIDER, Herbert (1949). Historia de la filosofía norteamericana. México: Fondo de Cultura Económica.
VARGAS LLOSA, Mario (2018). La llamada de la tribu. Montevideo: Alfaguara.
VAZ FERREIRA, Carlos (1957). Fermentario. Tomo X. Montevideo: Edición de Homenaje de la Cámara de Representantes. 



FUENTE: "Liberalismos" de Agustín Courtoisie, Revista Relaciones Nro. 408, Mayo de 2018, Montevideo, pp. 28-30.